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El incidente de la croqueta


Hará como unos treinta años, lustro arriba, lustro abajo, delante, detrás, un, dos, tres, yo debía ser una especie de niña porculera con gusto por el mal gesto y la cara de pedo cada vez que mi madre me ponía delante un plato que no contuviera espaguetis con tomate. Si me encontraba algo rumbera ese día igual hasta aceptaba algo de paella, albóndigas con patatas y ya lo más de lo más, pechuga de pollo vuelta y vuelta. Pero por lo demás, no supe lo que era un espárrago hasta que mis ojos se encontraron con las ensaladas de la cafetería de la facultad.
No, la verdad es que no comía muy bien. Era toda yo una espina de pescao, que vestida de chándal rojo, cualquier ojo profano habría confundido con un regaliz de los largos.
Intuyo, pasados los años, que debieron ser muchas las broncas que me cayeron por ese absurdo vicio de no probar bocado. Pero concretamente, la noche de un día cualquiera entre 1980 y 1985, sospecho que debí dar la turra más de lo normal. Sentados todos a la mesa, viendo cómo Joaquín Prats intentaba saber de una puñetera vez cuánto costaban las cosas, mi padre súbitamente enloqueció. Armado con una croqueta en la mano y la mala leche ancestral de los Quevedo poseyéndole por los pies, me gritó ¡Evacome!. A lo que una servidora contestó ¡Mmmmmquenó! Intentolo de nuevo el buen hombre ¡Evacome! Y yo ¡Mmmmmquenó!. ¡Evacome! Ésta sería la última vez. Antes de que pudiera siquiera comenzar el tercer ¡Mmmmmquenó!, con mi cara de raspa y morro torcido, mi padre me aplastó con parsimonia la croqueta contra la cara, más específicamente contra el trozo de cara que comprende el labio superior, las fosas nasales y gran porción del carrillo izquierdo.
Y el silencio se hizo entonces en aquel nuestro salón.
Instantes después, comencé a berrear y a quitarme bechamel de la nariz por temor a que me sobreviniera la asfixia, mientras mis hermanas, desde aquí les mando un afectuoso saludo, salían corriendo al baño para mostrar abiertamente su hilaridad, sin riesgo ya de atragantamiento y muerte. Mi madre se quedó a mi vera, atendiéndome en mi delirio y frenesí y cuidando de que mi padre no empuñara otra croqueta, que ya quedaban pocas.
Pasé parte de mi infancia y mi adolescencia pensando que a mi padre le apretaban las horquillas ese día y que por eso perdió los nervios. Ya en su día le perdoné de forma amorosa porque es mi padre y le quiero horrores, pero nunca logré quitarme cierto resquemor de encima por su comportamiento la noche de la croqueta.
Hoy, treinta años después, cuando me siento con Marido y Lasniñas a cenar cada noche alrededor de la mesa, cruzo los dedos de las manos y los dedos de los pies para que ningún acontecimiento externo perturbe la paz del hogar. Pero mi éxito es de tamaño ridículo, amigos. Sobre las cenas sobrevuela siempre la espesa sombra de la tragedia. Cuando a una no le gusta la tortilla, la otra tira el vaso de agua, o se echa encima el caldo de la sopa, o tira el vaso de agua, o mete las manos en la salsa del pollo, o tira el vaso de agua, o se pelean a gorrazo limpio por ver quién se queda el plato azul mientras en plena lid tiran sus respectivos vasos de agua, o meten el pelo en la salsa de tomate, o mastican y mastican formando una bola de carne carrillera que acumulan como los rumiantes en la cara interna del moflete, mientras con una mano hacen bolitas de pan sobre el mantel y con la otra, tiran el agua.
Ay, las cenas, ese mágico momento en que te sientes exprimida porque después de un día horroroso de compromisos y carreras ves cómo la última gota de energía vital se te va literalmente por los poros. Lejos de desaparecer en la atmósfera, esa energía llega directa y misteriosamente a ellas, por ósmosis, haciendo que tripliquen su actividad normal y la velocidad de sus miembros. Gritan, corren, ríen, se te tiran encima en el sofá aplastándote deliberadamente los órganos internos y algunos externos, tiran cosas, muerden cosas, rompen cosas… son como gremlins disparatados y enloquecidos que practican un salvaje vandalismo antes de meterse a la fuerza en la cama y sucumbir.

Hoy comprendo como nadie cuánta labor de autocontención tuvo mi santo padre antes de exprimirme aquella croqueta. Hoy, treinta años después, estoy completamente convencida de que debería habérmela estampado antes. ¿Qué no?

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